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blancas, mucetas granate y ornamentos sacerdotales.
El gordinflón de Bouville, al entrar, había hecho el gesto de arrodillarse, pero el Padre Santo
le hizo sentar a su lado en uno de los sillones verdes. La verdad es que no se podía tratar a un
penitente con mayor consideración. El antiguo chambelán de Felipe el Hermoso estaba aturdido y
tranquilizado al mismo tiempo, ya que sentía miedo de confesar -él, que era un gran dignatario y al
soberano pontífice-, todas las manchas de su vida, las pequeñas escorias, los malos deseos, las
villanas acciones, el poso que va quedando en el fondo del alma con los días y los años. Ahora
bien, el Padre Santo parecía considerar estos pecados como de poca monta, propios, a todo lo más,
de la competencia de humildes sacerdotes. Pero Bouville no se había dado cuenta, al levantarse de
la mesa, de las miradas intercambiadas por el cardenal Gaucelin Duèze, el cardenal Pouget y el
«cardenal blanco». Estos conocían bien la treta habitual del papa Juan: la confesión después de la
comida, de la que se servía para entrevistarse a solas con un interlocutor importante, y que le
permitía informarse de los secretos de Estado. ¿Quién podía negarse a esta inesperada propuesta,
tan halagadora como aterradora? Todo se combinaba para ablandar las conciencias: la sorpresa, el
temor religioso y los primeros efectos de la digestión.
-Lo esencial para un hombre -prosiguió el Papa- es haber desempeñado bien el papel que
Dios le ha encomendado en este mundo, y en este aspecto sus faltas le son severamente castigadas.
Habeis sido, hijo mío, chambelán de un rey, y otros tres os han encargado las mas altas misiones.
¿Habéis sido siempre fiel cumplidor de las tareas que os han encomendado?
-Creo, padre, quiero decir Padre Santo, que me he entregado con celo a mis tareas, y en todo
lo posible he sido leal servidor de mis soberanos...
Se interrumpió de pronto al darse cuenta de que no estaba allí para hacer su propio elogio.
Cambió de tono y prosiguió:
-Debo acusarme de haber fracasado en ciertas misiones que hubiera podido llevar a buen
término... Es decir, Padre Santo: no siempre he tenido la mente despejada y, a veces, me he dado
cuenta demasiado tarde de los errores cometidos.
-No es pecado tener en ocasiones poca viveza mental; eso nos puede ocurrir a todos y es
exactamente lo contrario del espíritu de malicia. Pero, ¿no habéis cometido, en vuestras misiones, o
incluso por ellas mismas, faltas graves, tales como falso testimonio... homicidio...?
Bouville movió la cabeza de derecha a izquierda, indicando negación.
Sin embargo, los pequeños ojos grises, sin cejas ni pestañas, brillantes y luminosos en el
rostro arrugado, permanecieron fijos sobre él.
-¿Estáis seguro? Ahora tenéis ocasión de purificar por completo vuestra alma. ¿Nunca
habéis dicho falso testimonio? -preguntó el Papa.
Bouville se sintió de nuevo inquieto. ¿Qué significaba esa insistencia? El papagayo lanzó un
grito ronco desde el palo de la jaula, y Bouvílle se sobresaltó.
-A decir verdad, Padre Santo, una cosa me inquieta el alma, pero no se si es pecado, ni que
nombre darle. Os juro que no he cometido homicidio, pero no he sabido impedirlo. Y luego tuve
que decir falso testimonio, pero no podía obrar de otra manera.
-Contadme eso, Bouville -dijo el Papa.
Ahora fue él quien tuvo que recobrarse:
-Confesadme ese secreto que tanto os pesa, hijo mío.
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Librodot Los Reyes Malditos V  La loba de Francia Maurice Druon
-Cierto es que me pesa -dijo Bouville-, y más aún desde la muerte de mi buena esposa
Margarita, con la que lo compartía. Frecuentemente pienso que si me muriera sin haberlo confiado
a nadie...
De repente se le saltaron las lágrimas.
-¿Cómo no he pensado antes en confiároslo, Padre Santo? Ya os lo decía: con frecuencia
soy lento de pensamiento... Fue después de la muerte del rey Luis X, primogénito de mi señor
Felipe el Hermoso...
Bouville miró al papa y se sintió ya casi aliviado. Por fin iba a poder descargar su alma de
aquel peso que llevaba desde hacía ocho años. Sin ninguna duda, había sido el peor momento de su
vida, y desde entonces el remordimiento no le había dado tregua. ¿Por qué no había venido antes a
confesar todo eso al Papa?
Ahora Bouville hablaba con facilidad. Contó que, habiendo sido nombrado curador del
vientre de la reina Clemencia, después del fallecimiento de Luis el Turbulento, había temido que la
condesa Mahaut de Artois cometiera una acción criminal contra la reina y el hijo que llevaba en su
seno. En aquel tiempo, monseñor Felipe de Poitiers, hermano del rey fallecido, reclamaba la
regencia en contra del conde de Valois y del duque de Borgoña.
Ante ese recuerdo, Juan XXII levantó por un instante la mirada hacia las pintadas vigas de
madera del techo, y por su estrecha cara pasó una expresión soñadora. Porque había sido él quien
había ido a anunciar a Felipe de Poitiers la muerte de su hermano, que conocía por aquel joven
lombardo llamado Baglioni.
Bouville temió que la condesa cometiera un crimen, un nuevo crimen, ya que eran muchos
los que decían que ella había envenenado a Luis el Turbulento. La condesa tenía toda la razón para
odiarlo, puesto que acababa de confiscarle su condado; pero, desaparecido Luis, tenía también
buenas razones para desear que el conde de Poitiers, su yerno, ascendiera al trono. El único
obstáculo era el hijo que llevaba en su seno la reina; que naciera y que fuera varón.
-Infortunada reina Clemencia... -dijo el Papa. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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