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del río en el remanso, acechaba el paso del salmón, empuñando
un haz de paja encendida, cuya llama se refleja en las ondas como
estela de fuego. Aquel salmón que pescaba el colono del magnate
a la luz de una hoguera portátil, era el mismo que ahora estaba
sangrando, todo lonjas, esperando el momento de entregarse a la
parrilla, sobre una mesa de pino, blanca y pulcra.
También de noche, cerca del alba, emprendía su viaje al monte
el casero que se preciaba de regalar a su señor las primeras
arceas, las mejores perdices; y allí estaban las perdices, sobre la
mesa de pino, ofreciendo el contraste de sus plumas pardas con el
rojo y plata del salmón despedazado. Allí cerca, en la despensa,
gallinas, pichones, anguilas monstruosas, jamones monumentales,
morcillas blancas y morenas, chorizos purpurinos, en aparente
desorden yacían amontonados o pendían de retorcidos ganchos de
hierro, según su género. Aquella despensa devoraba lo más
exquisito de la fauna y la flora comestibles de la provincia. Los
colores vivos de la fruta mejor sazonada y de mayor tamaño
animaban el cuadro, algo melancólico si hubiesen estado solos
aquellos tonos apagados de la naturaleza muerta, ya embutida, ya
salada. Peras amarillentas, otras de asar, casi rojas, manzanas de
oro y grana, montones de nueces, avellanas y castañas, daban
alegría, variedad y armoniosa distribución de luz y sombra al
conjunto, suculento sin más que verlo, mientras al olfato llegaban
mezclados los olores punzantes de la química culinaria y los
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La Regenta
aromas suaves y discretos de naranjas, limones, manzanas y heno,
que era el blando lecho de la fruta.
Y todo aquello había sido movimiento, luz, vida, ruido,
cantando en el bosque, volando por el cielo azul, serpeando por
las frescas linfas, luciendo al sol destellos de todo el iris, al
pender de las ramas, en vega, prados, ríos, montes...
«¡Indudablemente Vegallana sabía ser un gran señor!», pensaba
suspirando Visita, que soñaba muerta de envidia con aquella
despensa, exposición permanente de lo más apetecible que cría la
provincia.
El Marqués sonreía cuando le hablaban de ampliar el sufragio.
«¿Y qué? ¿No son casi todos colonos míos? ¿No me regalan sus
mejores frutos? ¿Los que me dan los bocados más apetitosos me
negarán el voto insustancial, flatus vocis?»
El ajuar de la cocina abundante, rico, ostentoso, despedía rayos
desde todas las paredes, sobre el hogar, sobre mesas y arcones;
era digno de la despensa; y Pedro, altivo, displicente, ordenaba
todo aquello con voz imperiosa; mandaba allí como un tirano.
Comía lo mejor; mantenía las tradiciones de la disciplina
culinaria; vigilaba el servicio del comedor desde lejos, pues no
era un cocinero vulgar, égida sólo de pucheros y peroles, sino un
capitán general metido en el fuego y atento a la mesa. No era
viejo. Tenía cuarenta años muy bien cuidados; amaba mucho, y se
creía un lechuguino, en la esfera propia de su cargo, cuando
dejaba el mandil y se vestía de señorito.
Colás era un pinche de vocación decidida, colorado y vivo, de
ojos maliciosos y manos listas. Los dos personajes, a más de la
robusta montañesa que tenía a su servicio Visita, ayudaban a las
damas en su tarea. Pedro, sin dejar lo principal, que era la comida
de sus amos, colaboraba sabiamente. Había empezado por tolerar
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Leopoldo Alas, «Clarín»
nada más aquella irrupción de la merienda. La cocina daba
espacio para todo; aquello no valía nada, y otorgó el cocinero su
indispensable permiso con un desdén mal disimulado. Poco a
poco pasó del estado de tolerancia al de protección: primero se
rebajó hasta dar algunos consejos a la montañesa, después le dio
un pellizco. Se animó aquello.
-Colás, ponte a la disposición de esas señoras -dijo Pedro con
voz solemne.
Porque el mandato de la Marquesa no había bastado; el pinche
obedecía a Pedro y Pedro a su deber. Si la Marquesa le hubiera
exigido algo contrario a sus convicciones de artista no hubiese
conseguido más que su dimisión. Era su lenguaje. Leía muchos
periódicos antes de convertirlos en cucuruchos.
Cuando Obdulia, picada por la frialdad del altivo cocinero,
comenzó a seducirle con miradas de medio minuto y algún choque
involuntario, Pedro se rindió, y de rato en rato daba algunos
toques de maestro a la merienda de Visita.
Llegó a más; quiso enamorar a doña Obdulia con pruebas de su
habilidad, y acudía siempre que se presentaba una cuestión teórica
o una dificultad práctica.
«¿Qué se echa ahora?»
«¿Qué se tuesta primero?»
«¿Cuántas vueltas se les da a estos huevos?»
«¿Cómo se envuelve esta pasta?»
«¿Lleva esto pimienta o no la lleva?»
«¿Será una indiscreción poner aquí canela?»
«El almíbar ¿está en su punto?»
«¿Cómo se baten estas claras?»
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