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que al principio tal vez fuera únicamente una forma de reclamar la
atención que le era negada, pero que de manera insidiosa derivó en una
estrategia destinada a ocultar las deficiencias personales e intelectuales
que, con razón o sin ella, hacían que se sintiese inferior a su hermano, lo
que con el tiempo acabó convirtiéndole en uno de esos benjamines de li-
bro que, porque hace» constante acopio de las triquiñuelas familiares que
dilapida el primogénito, siempre parecen mucho más maduros que éste, y
a menudo lo son. No obstante, estas descompensaciones y disimilitudes
nunca se tradujeron en hostilidad entre los dos hermanos, porque Bob
estaba demasiado ocupado acumulando rencor contra su padre como
para sentirlo además contra Rodney, y porque Rodney, que no tenía el
menor motivo de animadversión contra Bob y que era consciente de
necesitar la habilidad física y la sagacidad vital de su hermano mucho
más de lo que su hermano necesitaba su afecto o su inteligencia, sabía
proporcionarle constantes motivos de desagravio en sus juegos
compartidos, en su compartida afición a la caza, a la pesca y al béisbol,
en sus salidas y amistades compartidas. De tal modo que, por uno de
esos equilibrios inestables sobre los que se fundan las amistades más
sólidas y duraderas, la disparidad entre Rodney y Bob acabó
constituyendo la mejor garantía de una complicidad fraternal que nada
parecía capaz de quebrantar. Ni siquiera lo hizo la guerra. A mediados de
1967 Bob se alistó como voluntario en el cuerpo de Marines, y algunos
meses más tarde llegó a Saigón integrado en la Primera División de
Infantería. La decisión de enrolarse fue inesperada para todos, y el padre
de Rodney no descartaba que se explicase por dos razones distintas pero
complementarias: su incapacidad de afrontar con éxito las exigencias de
la carrera de medicina que, menos por vocación que por orgullo -para
demostrarse a sí mismo que podía estar a la altura de su padre-, había
empezado a estudiar el año anterior, y el afán insaciable de recabar la
admiración de su familia mediante aquel inopinado acto de arrojo. De ser
así -y a juicio del padre de Rodney nada autorizaba a pensar que no lo
fuera-, la decisión de Bob había sido acertada, porque, apenas tuvo
noticia de ella, su padre no pudo evitar sentirse secretamente orgulloso
de él: como tantos otros norteamericanos, por entonces el padre de
Rodney consideraba que la de Víetnam era una guerra justa, y que con
aquella impetuosa decisión su hijo no estaba haciendo otra cosa que
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continuar en el sudeste asiático el trabajo que él había iniciado en Europa
veinticuatro años atrás, librando a un país lejano e indefenso de la
ignominia del comunismo. Quizá porque lo conocía mejor que sus padres,
la decisión de Bob no sorprendió a Rodney, pero le horrorizó y, dado que
fue el único miembro de la familia en conocerla antes de que la hubiera
tomado, hizo todo cuanto estuvo en su mano para disuadirle de su
propósito y, cuando ya lo hubo llevado a cabo, para que la revocara. No
lo consiguió. Por aquella época Rodney cursaba en Chicago, con la velada
pero firme oposición inicial de su padre, estudios de filosofía y literatura,
y su opinión acerca de la guerra difería por completo de la de su hermano
y su padre, quien atribuía la postura de su primogénito a la influencia de
la atmósfera disoluta y antibelicista que, como en tantos otros campus
universitarios a lo largo y ancho de Estados Unidos, se respiraba en el de
la Northwestern University. Lo cierto, sin embargo, es que, para cuando
Bob se incorporó al ejército, Rodney ya tenía una idea bastante clara de
lo que ocurría tanto en Vietnam del Sur como en Vietnam del Norte: no
sólo seguía puntualmente las vicisitudes de la guerra a través de la
prensa norteamericana y francesa, sino que, además de una historia
completa de Vietnam, había leído todo cuanto al respecto había caído en
sus manos, incluidos los análisis de Mary McCarthy, Philippe Devillers
yjean Laucouture y los libros de Morrison Salisbury y Staughton Lynd y
Tom Hayden, y había llegado a la conclusión, mucho menos impulsiva o
más razonada que la de muchos de sus compañeros de aulas, de que las
motivaciones declaradas de la intervención de su país en Vietnam eran
falsas o espurias, su finalidad confusa y a fin de cuentas injusta, y sus
métodos de una brutalidad atrozmente desproporcionada. Así que Rodney
empezó a participar muy pronto en todo tipo de actividades contra la
guerra, durante una de las cuales conoció a Julia Flores, una mexicana de
Oaxaca, estudiante de matemáticas en Northwestern, alegre y
desinhibida, que lo integró de lleno en el movimiento pacifista y lo inició
en el amor, en la marihuana y en su rudimentario español empedrado de
tacos.
Una tarde del verano en que se graduó en la universidad, mientras
pasaba unos días con su familia en Rantoul, Rodney recibió una
notificación del ejército con la orden de alistamiento. Sin duda la
esperaba, pero no por ello debió de alarmarle menos. No les dijo nada a
sus padres; tampoco buscó el refugio de Julia ni el consejo de ninguno de
sus compañeros de protestas. Rodney sabía que no podía alegar ninguna
excusa real para esquivar esa orden, así que es posible que, durante los
días que siguieron, viviera dividido entre el temor a desertar, tomando el
camino del exilio a Canadá que tantos jóvenes de su edad ya habían
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