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turbación espantosa y con el corazón agitado por
siniestros presentimientos.
Tan pronto quería ir a arrojarse a los pies de su marido y
confesarle la escena de la víspera, la turbación de su
conciencia y sus terribles temores, como desistía de
hacerlo, preguntándose de qué serviría aquel paso. ¿Podría
esperar que su marido, atendiendo a sus ruegos, corriese
inmediatamente a casa de Werther?
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Johann Wolfgang von Goethe: Werther
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La comida estaba en la mesa. Llegó una amiga de Carlota
sin más objeto que charlar un poco, pero temiendo
importunar, quiso retirarse. Carlota la retuvo en su
compañía. Esto dio margen a una conversación que animó
la comida, y, aunque esforzándose, se charló, y al cabo
se dio todo al olvido.
El criado de Werther llegó a su casa con las pistolas y las
entregó a su amo, que se apresuró a cogerlas al saber que
venían de manos de Carlota.
Mandó que le llevaran pan y vino, y encargando después
a su criado que fuera a comer, se puso a escribir:
Han pasado por tus manos; tú misma les has quitado el
polvo, tú las has tocado..., y yo las beso ahora una y mil
veces.
¡Angel del cielo, tú favoreces mi resolución! Tú, Carlota,
eres quien me presentas este arma destructora, así recibiré
la muerte de quien yo quería recibirla. ¡Qué bien me he
enterado por el criado de los menores detalles! Temblabas
al entregarle estas armas...; pero ni un adiós me envías.
¡Ay de mí!, ni un adiós. ¿Acaso el odio me ha cerrado tu
corazón por aquel instante de embriaguez que me ha uni-
do a ti para siempre? ¡Ah, Carlota!, el transcurso de los
siglos no borrará aquella impresión; y tú, estoy seguro de
ello, no podrás aborrecer nunca a quien tanto te idolatra.
Después de comer mandó al criado que acabase de
empaquetarlo todo. Rompió muchos papeles, salió a pagar
algunas cuentas que tenía pendientes y se volvió luego a
su casa. Más tarde, a pesar de que llovía, salió de nuevo
y llegó hasta el jardín del difunto conde de M., fuera de la
población. Estuvo paseándose largo tiempo por los
alrededores y regresó a su morada al anochecer. Entonces
se puso a escribir:
Guillermo: por última vez he visto los campos, el cielo y
los bosques. También a ti te doy el último adiós. Tú,
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madre mía, perdóname. Consuélala, Guillermo. Dios os
colme de bendiciones. Todos mis asuntos quedan
arreglados. Adiós, volveremos a vernos..., y entonces
seremos más felices.
***
Mal he pagado tu amistad, Alberto; pero sé que me
perdonas. He turbado la paz de tu hogar, he introducido
la desconfianza entre vosotros... Adiós: ahora voy a
subsanar estas faltas. ¡Quiera el cielo que mi muerte os
devuelva la dicha! ¡Alberto, Alberto!, haz feliz a ese ángel
para que la bendición de Dios descienda sobre ti.
***
Por la noche aún estuvo revolviendo sus papeles; rompió
muchos, que arrojó al fuego, y cerró algunos pliegos
dirigidos a Guillermo. El contenido de éstos se reducía a
breves disertaciones y pensamientos sueltos, de los cuales
no conozco más que una parte. A eso de las diez hizo
que encendieran lumbre, mandó que le llevaran una botella
de vino y envió a dormir a su criado. El cuarto de éste,
como los de todos los que vivían en la casa, se hallaba a
gran distancia del de Werther. El criado se acostó vestido
para estar dispuesto muy temprano, porque su amo le
había dicho que los caballos de posta llegarían antes de
las seis de la mañana.
DESPUÉS DE LAS ONCE
Todo duerme en torno mío, y mi alma está tranquila. Te
doy gracias, ¡oh Dios!, por haberme concedido en
momento tan supremo resignación tan grande. Me asomo
a la ventana, amada mía, y distingo a través de las
tempestuosas nubes algunos luceros esparcidos en la
inmensidad del cielo. ¡Vosotros no desapareceréis, astros
inmortales! El Eterno os lleva, lo mismo que a mí. Veo las
estrellas de la Osa, que es mi constelación favorita, porque,
de noche, cuando salía de su casa, la tenía siempre de-
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Johann Wolfgang von Goethe: Werther
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lante. ¡Con qué delicia la he contemplado muchas veces!
¡Cuántas he levantado mis manos hacia ella para tomarla
por testigo de la felicidad de que entonces disfrutaba!
¡Oh Carlota!, ¿qué hay en el mundo que no traiga a mi
memoria tu recuerdo? ¿No estás en cuanto me rodea?
¿No te he robado codicioso como un niño, mil objetos
insignificantes que habías santificado con sólo tocarlos?
Tu retrato, este retrato querido, te lo doy suplicándote
que lo conserves. He estampado en él mil millones de
besos, y lo he saludado mil veces al entrar en mi habitación
y al salir de ella. Dejo una carta escrita para tu padre,
rogándole que proteja mi cadáver. Al final del cementerio,
en la parte que da al campo, hay dos tilos, a cuya sombra
deseo reposar. Esto puede hacer tu padre por su amigo, y
tengo la seguridad de que lo hará. Pídeselo tú también.
Carlota. No pretendo que los piadosos cristianos dejen
depositar el cuerpo de un desgraciado cerca de sus
cuerpos. Deseo que mi sepultura esté a orillas de un camino
o en un valle solitario, para que, cuando el sacerdote o el
levita pasen junto a ella, eleven sus brazos al cielo,
bendiciéndome, y para que el samaritano la riegue con
sus lágrimas. Carlota, no tiemblo al tomar el cáliz terrible
y frío que me dará la embriaguez de la muerte. Tú me lo
has presentado, y no vacilo. Así van a cumplirse todas
las esperanzas y todos los deseos de mi vida, todos, sí,
todos.
Sereno y tranquilo voy a llamar a la puerta de bronce del
sepulcro. ¡Ah, si me hubiese cabido en suerte morir
sacrificándome por ti! Con alegría con entusiasmo hubiera
abandonado este mundo, seguro de que mi muerte
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